Pocos países en el mundo viven la Psicología con tanta intensidad como la Argentina. No es casual que Buenos Aires sea una de las ciudades con mayor densidad de psicólogos por habitante del planeta. El 13 de octubre se celebra el Día del Psicólogo, y es esta fecha por la referencia al primer Encuentro Nacional de Psicólogos que se hizo en Córdoba del 11 al 13 de octubre de 1974. Allí se decidió instituir ese día como símbolo de identidad y consolidación profesional, porque la psicología luchaba entonces por afirmarse como disciplina autónoma. Pioneros en nuestro país fueron José Ingenieros y Víctor Mercante, pero no podemos dejar de mencionar a Enrique Pichon Riviere (1907-1977), quien, si bien no fue psicólogo de formación, fue psiquiatra y psicoanalista, y encarnó una figura que quedó fuertemente asociada a la psicología por dos motivos: primero, porque fundó la Psicología Social y, segundo, porque formó generaciones enteras de psicólogos. Pichon Riviere nació en Ginebra (Suiza), hijo de franceses. Emigró cuando era pequeño con toda su familia a nuestro país y se radicó inicialmente en Florencia (Santa Fe) y después en Goya (Corrientes), para finalmente trasladarse a Buenos Aires, donde estudió y se recibió de médico en 1936. Abrazó la psiquiatría y trabajó en el Asilo de Torres (Open Door, Luján) y después en el Hospital Borda. Siendo uno de los maestros de la psiquiatría y de la psicología argentinas, extraordinario hombre de la cultura y de la ciencia, aunque no fue psicólogo, fue el fundador simbólico de la psicología argentina moderna. Lo llegaron a apodar “el Freud argentino”. Y hoy, al celebrar el Día del Psicólogo, lo recordamos no solo como fundador de una escuela (la Social), sino también como un hombre que supo ver que “nadie se cura solo”. Por esas cosas del destino, y por una feliz coincidencia, yo llegué a este mundo un 13 de octubre. Tengo un hijo futuro psiquiatra, una hija futura psicóloga y mi padre, que fue médico, también fue un apasionado cultor de la psicología y la medicina psicosomática. Pues bien, en ese rol de gran padre que él fue, pero también sin dejar de ser el médico al que le importaba mucho la faz psicológica del individuo, me aconsejaba así por carta a Buenos Aires, siendo yo un joven residente: “Hijo, en todas tus cosas tómalo con calma, tranquilo, que por dentro te sientas bien, sin excitabilidad de más. Tranquilo y ecuánime para amortiguar adecuadamente el estrés y para darle salida adecuada y fructífera a todas tus energías, para que ellas no te inunden y puedan dañarlo a uno. Evita andar con sobretensión emocional. No creer que uno no la va a padecer. Que no nos dañen somáticamente y que tengan siempre salida conductual normal. Calma, tranquilidad y ecuanimidad con ambiciones, pocas o muchas, que dependerán de nuestra genética o personalidad, pero que nunca sean ambiciones que maten: no ambicionar nada que no podamos hacer, y que estas sean sin enfermarnos, sin disconductas.” Corría el año 1983 y, sin celular, ni mail, ni WhatsApp, y otras tantas veces sin teléfono fijo -porque era un lujo-, la alternativa de comunicación a larga distancia era la carta y su valor confesional. Mi padre fue un gran padre, pero también un apasionado de la psicología. Y hoy, 13 de octubre, Día del Psicólogo, también lo recuerdo a él

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