Desde Barcelona
A Hubo un tiempo (Rodríguez se acuerda muy bien de ello, aunque jamás se haya metido demasiado ahí) en que la infancia era la era del coleccionismo. Sí: todos los días se incorporaba algo nuevo al álbum de la propia vida. Y –para disimular un tanto el vértigo ante lo desconocido llamando o pateando a las puertas de esas páginas en blanco– uno se distraía acumulando soldaditos o cromos o sellos o monedas o colecciones de interminables fascículos o lo que fuera. Cualquier cosa que se pudiese acumular, reunir, juntar a uno para así sentirse menos solo y más acompañado ante lo que vendrá, vendría, vino. Después –en la mayoría de los casos– el entusiasmo desaparecía; pero esa fiebre se trasladaba a otras cuestiones. A variados sentimientos, a amigos y a amores y pasiones como la música o el cine o la literatura. Y algunos se lanzaban al consumo de consumidoras drogas y alcoholes, algunos a las líneas de su currículum verdadero o falso, algunos a las acciones de Bolsa o a los automóviles o las personas a meter y sacar de camas o a las armas blancas o fogosas o las políticas siempre maleables y/o benéficas. Y algunos se dedicaban a la psicótica auto-colección de sí mismos: síntoma/actividad potenciado en los últimos tiempos por el canto de sirenas alarmantes de las redes sociales.
Y en algún momento todo volvía a comenzar con hijos poseídos por ese mismo afán acumulativo. De ahí que ahora Rodríguez esté sólo y frente a la muy voluminosa colección de cabezones muñequitos Funko Pop de su hijo (pero también suya); quien ha partido no sólo a estudiar al extranjero sino, también, a otra edad/stage/pantalla en el video-game de su existencia. ¿Qué hacer con todo eso?, se pregunta Rodríguez mientras piensa que allí haya, seguramente, una pequeña fortuna a subastar en eBay o alrededores (ah, el preciado Georgie de Él con su bracito suelto y recién amputado por Pennywise que tanto les costó conseguir debe valer lo suyo). Pero también se dice que ni loco se separaría de son Rod Serling/El narrador de La zona crepuscular (aunque todo lo que le rodea a Rodríguez ya no tenga nada de ese fantástico lirismo en blanco y negro y ostente el colorido flúo y mecánico y más bien Espejo negro). Y entonces comprende que uno –porque el acto mismo es tan ancestral como atemporal– jamás podrá dejar de coleccionar sin importar la edad que se tenga. Y que algunos coleccionistas de personas que coleccionan se han dado cuenta de ello y dan cuenta de ello.
DEL En 1963, el cada vez más visionario y anticipador de nuestro presente Philip K. Dick publicó uno de sus mejores cuentos: “Los días de Perky Pat”. Allí, los sobrevivientes de una guerra mundial termonuclear habitan en bunkers alimentándose de lo que les envían desde las colonias de Marte y matan el tiempo para no matarse jugando con unos muñequitos marca Perky Pat que les permiten evocar cómo eran las cosas antes de que todo volara por el aire radioactivo. Los adultos que conocieron un “mundo mejor” están adictos y enganchados al juego, mientras que sus hijos los observan con una mezcla de pena y desprecio. Dick llevó la cuestión aún más lejos dos años después en una de sus mejores novelas —Los tres estigmas de Palmer Eldritch– donde los Perky Pat se combinan ahora con la ingestión de una droga ilegal, Can-D, que les permite a los viajeros espaciales hacer menos tediosa la travesía y trasplantar sus consciencias a los de los muñequitos para así acabar creando una especie de culto pseudo-religioso en el que se han difuminado las fronteras entre juguete y jugador.
Los Perky-Pat de turno para consumo de una humanidad cada vez más juguetona sin importar la edad que se tenga son hoy los muñequitos Labubu. Hay gente que casi mata por ellos como alguna vez otros mataron por tantas otras marcas/productos como Hello Kitty o los Pequeños Ponnies o los Trolls peludos o los Beanie Babies (a cuya histeria y auge y caída se ha dedicado una película bastante buena) o a los Pokémon o, más recientemente, los Sonny Angels. Los Labubu (que como tantas otras histerias occidentales y armas top a desfilar son Made in China 2015 y diseñados por un tal Kasing Lung) son, ahora, artículo codiciado. Y accesorio todo terreno de mega-ídolos de ultra-fama efímera (como Lisa de la banda K-Pop Blackpink) o de permanencia alucinante (como Cher quien empieza y termina en sí misma) y cuya verdadera función es la de ser instantáneamente instagrameables. Los hay difíciles de conseguir y de máxima pureza y falsos y adulterados (Lafufus). Pero todos son unos pequeños y conejiles peluches de sonrisa dentada con influencia del folklore nórdico o algo así. La marca Labubu se ha aliado para producir variantes con la Coca-Cola y hasta se venden en la tienda de Pop Mart en el Louvre en su variante Búsqueda artística de Labubu y sí, hay ahí Labubu Gioconda y Labubu Magritte y Labubu David y Labubu Vincent… Y, ah, está eso de la viciosa perversión de comprarlos en cajas sorpresa (cajas ciegas) sin saber cuál va a tocar pero sí que hay que arriesgarse; porque todo se hace bajo el pánico-marketing de la edición limitada. Y así lo que costó unos 15 dólares ya se ha rematado a 170.000. Y Rodríguez se dice que esto es un poco como la vida misma, cuando alguien te tienta con un “te voy a presentar a alguien muy interesante pero tiene que ser ahora o nunca”. Así, en el Reino Unido ha llegado a suspenderse su comercialización luego de que estallasen múltiples peleas en las tiendas de parte de clientes alucinados luchando por este o aquel modelo. Y en Rusia se estudia su prohibición total argumentando que su “apariencia atemorizante” afecta la salud mental de los pequeños y de los medianos y de los grandes. Irak, por su parte, decidió negarles la entrada luego de presentarse denuncias de que los muñequitos eran portadores de “espíritus malignos” y que se parecían un poco demasiado a aquel mesopotámico coleccionista de almas Pazuzu que en El exorcista ponía a girar la cabecita de la pequeña y poseída Regan como si fuese la de una muñequita. En Tailandia, en cambio, aseguran que trae buena suerte y, seguro, el gerente de marketing local se lleva unos buenos bonus a fin de año.
TRES Y ya se anticipa que lo próximo serán las Crybaby (también de Pop Mart) y Rodríguez lee a Karelia Vázquez en El País que esto no es más que la punta de un iceberg con superficial extensión de súper-glaciar. Delirios globales de consumo, pandemias de consumidos contagiándose a la algorítmica velocidad de los teléfonos móviles: modas arrolladoras como tsunamis. Los estudiosos del tema lo han definido como juego (de jugar, apostar) y eso de comprar a ciegas para ver si hay suerte lo hace más atractivo para las personas entre 15 y 40 años quienes, además de la compra, buscan “valor emocional” en ese rito.
Y sí, es así: los adultos están comprando más juguetes que nunca no porque quieran volver a ser niños sino porque sienten que así escapan de un mundo caótico y de futuro incierto. Son –así se los ha clasificado– Kidults. Suerte mala de chicos perdidos peterpánicos quienes –como sienten que se juega con ellos– se dicen que lo mejor es seguir jugando y no tener un juguete sino que ese juguete te tenga y te contenga. Y ya saben cómo sigue. Y si no lo saben hubo y sigue habiendo alguien que siempre lo supo: en algún lugar, ingrávido pero cada vez más agudo, Philip K. Dick (y sí: Rodríguez sudó/pagó mucho para reunir su obra completa) sonríe y dice “Se los dije, se los describí, se los escribí”.