Parece increíble, pero los antiguos egipcios consideraban el ronquido como un signo de buena salud. ¿A quién se le puede ocurrir semejante cosa?
En la antigua Grecia, los ronquidos también eran tema de conversación. Hipócrates escribió sobre el tema en su tratado De enfermedades. Allí sugiere que los ronquidos son causados por un exceso de flema en la garganta e identificaba el fenómeno con las personas obesas.
En la Edad Media, la opinión egipcia comenzó a revertirse, y ya los ronquidos eran considerados señal de pereza y de falta de disciplina, que podían ser causados por el exceso de comida y bebida.
En 1877, el médico francés Georges Flaubert describió el ronquido como un “sonido producido por la vibración de los tejidos blandos de la garganta”, aunque a veces esa vibración se parezca más a un estruendo de entrañas explotadas que pugnan por salir del cuerpo de manera ensordecedora y agobiante para el oyente.
Según la definición de la Clínica Mayo, de Estados Unidos, los ronquidos “son el sonido ronco o fuerte que se produce cuando el aire pasa por los tejidos relajados de la garganta y hace que estos vibren mientras se respira”. Agrega que “casi todas las personas roncan de vez en cuando, pero para algunas personas esto puede ser un problema crónico. A veces, también puede indicar una enfermedad grave”.
Lo que las definiciones médicas no incluyen son las consecuencias sociales de esta práctica, capaces de destruir parejas, familias y amistades.
Más vale dormir que noviar
La primera impresión de escuchar a un roncador varía según la circunstancia y el tipo de emisión sonora.
En relación con esto último, se podría llegar a tolerar esa especie de silbido tenue, apenas una respiración fuerte que no llega a modificar el sonido ambiente o lo hace de manera casi imperceptible.
El problema comienza cuando eso se parece a un motor de escape libre o fuera de borda, con explosiones regulares y constantes. O cuando suena como una sierra eléctrica de funcionamiento irregular, que se prende y se apaga con molesta intermitencia. O si se asemeja al retumbar de una heladera vieja a punto de fenecer. O cuando produce la misma vibración que una morsa con contracciones. O que una foca rabiosa que escupe gemidos aterradores. O que dos osos en celo que luchan a muerte por la única hembra del planeta.
Sigue siendo un enigma cómo una persona puede aguantar eso en una pareja durante la noche. No hay prueba de amor que lo justifique.
Imposible entender que una pareja que tenga la posibilidad –por espacio y recursos– de dormir separada elija no hacerlo aun cuando una de las partes sea un contrabajo desafinado mientras duerme.
Es uno de los beneficios de la soltería. Aunque puede que también sea su causa.
Esto lleva a preguntarse qué haría uno si, dado un caso extremo, debiera elegir entre seguir una relación afectiva o dormir tranquilo.
La respuesta es perturbadora.
Las noches del horror
La anécdota que viene al caso no tiene que ver con cuestiones de pareja, sino con un encuentro de viejos amigos.
Ocurrió en Río de Janeiro, donde un grupo de nueve amigos de la adolescencia decidimos reunirnos tras casi 30 años sin vernos todos juntos.
En ese período, cada quien hizo su vida, muchos se fueron de Argentina y, si bien volvimos a vernos entre varios en ciertas ocasiones, jamás habíamos tenido la oportunidad de estar los nueve.
Brasil fue el punto equidistante que se definió como escenario. No tanto por una razón geográfica, claro, sino por las más conocidas: comida, bebida, diversión y toda esa fantasía carioca que casi nunca se cumple.
El hotel elegido estaba a algunas cuadras de la playa de Copacabana, a la distancia justa como para volver corriendo del mar si algún evento estomacal de emergencia exigía la comodidad que no brinda ningún baño público.
Lo más conveniente fue distribuirnos en tres habitaciones triples. La repartija fue azarosa y cada pieza se fue conformando según el orden de llegada de los nueve.
Con el diario del lunes, nos dimos cuenta del error.
La primera noche empezó lo que sería un comentario jocoso, primero, y luego un infierno.
El desayuno inaugural –en el que se aprovecha el bufé libre hasta el nivel del vómito– arrancó con la que se fue convirtiendo en la principal conversación de cada mañana: los ronquidos de algunos integrantes del grupo.
Al comienzo se tomó todo con el humor propio de eternos adolescentes inmaduros que desean bulinearse como método primitivo –y nunca expresado de manera explícita– de demostrarse cariño.
Pero la segunda noche ya se registraron algunos altercados. En una de las piezas, quien estaba en medio de las tres camas, harto de no poder dormir por los bramidos de sus colegas, estiró sus manos, tomó las piernas de ambos al mismo tiempo y las sacudió hasta que los cuerpos se despertaron, al grito de “Cállense; se los pido por lo que más quieran”.
En mi caso, descubrí que los tapones de siliconas eran insuficientes para calmar a la fiera que dormía contra la ventana, en la cama más alejada. Cada cinco o 10 minutos, el tipo parecía calmarse y el alma me volvía al cuerpo: “Ahora sí –pensaba– voy a poder dormir”.
Pero esa ilusión nunca duró más de 30 segundos, período en el que el roncador parecía acomodar su cuerpo para volver a gemir, aún con más bríos.
Al abrir los ojos, solía encontrar a mi tercer compañero de pieza, sentado en su cama, con los ojos enrojecidos por falta de sueño, diciendo “qué hacemos con este hijo de puta” (a esta altura, el vocabulario se hizo más reactivo y tendió a vulgarizarse).
Íbamos al baño y golpeábamos la puerta para despertarlo, dábamos puñetazos contra la pared; llegamos a sacudirlo. Pero nada. Las pausas de silencio nunca superaban los 30 segundos, y él nunca sufrió insomnio.
Ese fue otro descubrimiento: los roncadores nunca tienen problemas para dormir. Se desmayan a los segundos de acostarse y vuelven a conciliar el sueño rápidamente, aun después de ser despertados a golpes.
Al borde del delito
En otra de las habitaciones, sucedió un hecho extraño durante la tercera noche. Uno de los integrantes del trío, afectado por un ataque de emoción violenta ante la imposibilidad de dormir, debido a la vehemencia de las emisiones sonoras de uno de ellos, le colocó una almohada contra la cabeza. “Sus quejidos eran espeluznantes, como los de un alma en pena. Quise acabar con su sufrimiento”, justificó el cuasi asesino, sumido en la confusión provocada por la falta de descanso.
En un momento, hubo tráfico de melatonina, de clonazepam, de valium y de aceite de cannabis, a veces sin el aceite. La esperanza era caer rendido ante las reacciones químicas provocadas por esas sustancias. Pero nada funcionaba. A lo sumo, permitían una inconsciencia de tres o cuatro horas, de la que se salía apenas pasaba el efecto, para volver a sentir el graznido de los roncadores.
La quinta noche, casi todos se desconocieron. Los efectos de la falta de sueño hicieron recordar a la película Disomniacuando un extraño virus priva a los humanos de la capacidad de dormir, con consecuencias nefastas para la vida cotidiana, como el ejercicio de la violencia ante la falta de percepción de la realidad.
Y si bien los primeros días los roncadores ejercieron la típica negación (“¿Qué, yo ronco?”, “Es que justo estoy un poco resfriado”, “Ah, pero yo los escuché roncar a ustedes”), con el paso de los días comprendieron que podían ser linchados si, además de todo, pretendían trasladar a otros su responsabilidad.
Soluciones tardías
Llegamos al último día casi sin fuerzas, atormentados por el cansancio, con las defensas bajas, hundidos, hechos piltrafa.
Entendimos que las soluciones deben ser individuales (al menos cuatro de los nueve deben tratarse de manera urgente, si les interesa no ya su salud sino también la estabilidad emocional de quienes los rodean).
Comprendimos que el próximo encuentro será con habitaciones individuales, o bien todos los roncadores serán concentrados en una sola pieza, ya que suponemos que ronquido con ronquido se anulan.
Y si no fuera así, servirá para que puedan darse cuenta de todo lo que provocan.
Hubo quienes se animaron –en los momentos más álgidos– a plantear la pena de muerte, pero fueron razonamientos apresurados y movidos por el enojo. Se concluyó que con la cárcel sería suficiente.
Después de todo, un bálsamo
Por suerte, los amigos de toda la vida siguen siendo amigos de toda la vida. Uno les perdona tantas cosas que un ronquido suena insignificante al lado de otras características que nos toleramos mutuamente.
Este tipo de encuentros sirven para eso. Por la vida de cada uno de los nueve pasaron matrimonios, divorcios, hijos, novias, trabajos, renuncias, logros y fracasos a granel. Y amistades como estas son el único factor inalterable en toda esa línea temporal.
Volver a verse después de 30 años puede ser un bálsamo en medio de tanta miseria a la que la vida cotidiana nos tiene acostumbrados.
Aunque no nos veamos, uno siempre está para el otro. A pesar de ese sonido ronco o fuerte que se produce cuando el aire pasa por los tejidos relajados de la garganta y hace que estos vibren mientras se respira.