Las seductoras prácticas de las grandes empresas tecnológicas -y, en menor medida, de las corporaciones en general- apuntan a arrebatarles tiempo a las personas. Para lograrlo, disponen de un arsenal de recursos meticulosamente diseñados: aplicaciones, sitios web, publicidades, promociones, locales comerciales. El objetivo es reclamar progresivamente más atención de sus clientes adictos, incluso sin importar si finalmente adquieren o no algún producto o servicio. Eso es lo de menos: las ganancias fluyen también por otros caminos. Así, los consumidores terminan consumiéndose a sí mismos mientras deambulan -real, digital, virtual o telefónicamente- por los tentáculos comerciales y los laberintos burocráticos de estas compañías, expuestos a su inagotable parafernalia mercantil. Los individuos, reducidos a simples números por estas megaempresas impersonales, deben lidiar con sus métodos: atrapados en promociones, sometidos a maratónicas esperas telefónicas, aguardando ilusamente a un operador humano que entienda su singular pedido. Casi siempre, sin embargo, se topan con cuadriculadas opciones numeradas, no vaya a ser cosa que la compañía pierda algunas rupias por humanizarse un poco. El tiempo es vida, pues la existencia transcurre y se sostiene en esa dimensión. Arrebatarle el tiempo a la gente equivale a chuparle, metafóricamente, la vida; o, hablando en clave vampírica, la sangre, el fluido vital. El tiempo robado a millones de humanos anónimos nutre económicamente a estas poderosas corporaciones que compiten entre sí por un poco más de poder y gloria, sin advertir -como les ocurrió a los dinosaurios- que el ecosistema podría un día jugarles una mala pasada.