El año político argentino parece clausurarse con la asunción de los nuevos diputados y senadores nacionales resultantes de la elección de octubre, lo que trae consigo una serie de reformas pensadas para el mediano y largo plazo.
Apenas un mes y medio atrás, nos preguntábamos por los motivos que habrían de llevar a La Libertad Avanza a ganar las elecciones de medio término, o las razones detrás del apoyo estadounidense.
El año cierra y se avanza en una nueva agenda legislativa. Y precisamente por ello resulta prudente detenerse a pensar el estado de situación.
El gobierno de Javier Milei cierra su segundo año enfrentando el mismo desafío que tantos otros antes: conseguir una economía que combine crecimiento genuino con inflación baja y sostenida.
La ayuda estadounidense, materializada en instrumentos financieros y respaldos diplomáticos, fue central para arribar a las elecciones con suficiente capital político.
En ese contexto, el politólogo Andrés Malamud definió la acción norteamericana como “desarrollo por invitación”, y la comparó con el plan Marshall o la reconstrucción de Japón luego de 1945.
Permítame el lector jugar con las palabras, no por ofuscación semántica sino para aproximar lo que considero más fiel a nuestra situación: Estados Unidos nos acaba de extender una “invitación al desarrollo”.
Este cambio ilumina una realidad. Mientras “desarrollo por invitación” supone un resultado asegurado, la “invitación al desarrollo” es una oportunidad cuya materialización depende de las decisiones que tome la dirigencia política local.
Para comprenderlo mejor, miremos el pasado de nuestros hermanos latinoamericanos en los años 1990. México y Brasil transitaban procesos hiperinflacionarios. Ambos intentaron varios planes de estabilización que no alcanzaron sostenibilidad en el tiempo, hasta que Estados Unidos tuvo un interés estratégico en ayudarlos.
Los planes de estabilización muestran un patrón. Cuando vienen precedidos de hiperinflaciones, estos planes pierden apoyo popular no bien la inflación ya es baja pero no ha muerto del todo, y el crecimiento asoma tímidamente pero aún no genera empleo ni mejora en los salarios reales.
Los países necesitan un puente que los ayude a transitar ese valle entre la estabilización y el crecimiento. Un puente que permita una discusión política sin las finanzas del Estado como principal componente. Ese puente, en los casos exitosos, fue el apoyo externo.
México, tras la crisis del tequila en 1995, recibió U$S 50 mil millones organizados por el presidente Clinton: 20 mil millones del Tesoro estadounidense, 17.800 millones del Fondo Monetario Internacional, 10 mil millones del Banco de Pagos Internacionales y 1.000 millones del Banco de Canadá vía intercambio.
Este rescate permitió evitar un por defecto devastador cuando el flamante Nafta (Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte) amenazaba con desmoronarse. Brasil, en 1998, recibió U$S 41.500 millones del FMI, el segundo desembolso más grande en la historia del organismo hasta ese momento, y eso le permitió al plan Real sobrevivir a la primera gran crisis desde su instalación en 1994.
Podrá el lector legítimamente objetar que Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Mauricio Macri también recibieron apoyo sustancial. Pero aquí el momento importa de manera crucial.
Para México y Brasil, el apoyo funcionó como puente entre la estabilización lograda y el crecimiento por venir. Para Argentina, siempre llegó como salvavidas cuando la crisis ya se había desatado. Para Argentina, el momento siempre fue desafortunado.
Si hablamos de alineación de planetas, hablamos necesariamente en plural: de una convergencia de factores que rara vez coinciden.
No basta con que un país necesite estabilización: se requiere que otro posea el interés en facilitarla. Por ello, es preciso comprender también los cambios en los intereses de política exterior estadounidense.
Una crisis en México tras la creación del Nafta comprometía el comercio, tensionaba la gobernabilidad de Clinton y aumentaba las presiones migratorias en su frontera.
La ayuda a Brasil respondió a un cambio en su política exterior: Brasilia quería posicionarse como actor de peso internacional; Washington necesitaba un aliado confiable en el Cono Sur tras el fin de la Guerra Fría, y el Tesoro de Estados Unidos buscaba contener el contagio de la crisis rusa en la región.
Hoy Argentina vuelve a tener una posibilidad histórica. Los planetas se alinearon. La creciente influencia china en la región, el persistente coqueteo brasileño con potencias orientales y la personalización de la política exterior bajo la administración Trump otorgan a nuestro país la oportunidad singular de convertirse en contrapeso regional estratégico para Estados Unidos en un momento de reorganización del sistema internacional.
Pero volvamos a la naturaleza de esta invitación. México y Brasil no sólo recibieron apoyo financiero: llevaron adelante reformas estructurales similares a las que hoy se discuten en nuestro Congreso y construyeron consensos duraderos sobre el manejo de las finanzas públicas.
En México, las reformas trascendieron al Partido Revolucionario Institucional (PRI) y fueron profundizadas por gobiernos de distinto signo. En Brasil, el consenso atravesó incluso al Partido de los Trabajadores (PT), que desde la oposición había criticado ferozmente el plan Real, pero al llegar al poder con Lula, en 2003, mantuvo los pilares macroeconómicos fundamentales.
Argentina está invitada a transitar el camino del desarrollo. Los planetas se alinearon de manera propicia. Pero nuestro destino no está escrito ni predeterminado: depende enteramente de las decisiones que tome nuestra dirigencia política en los próximos meses, la naturaleza y la perspectiva de largo plazo de las reformas.
Politólogo; magíster en Economía Aplicada y estudiante de posgrado en la Universidad de Nueva York








