Cuando el genocidio, la ocupación y la masacre de Tel Aviv en Gaza finalizaron su segundo año, Estados Unidos –ahora convencidos de que este conflicto ya no podía sostenerse– comenzó a presionar a Israel, y en particular al primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, cuyo comportamiento se había vuelto errático e impredecible, hacia la paz.

Durante la presidencia de Joe Biden, cada vez que Washington mencionaba la paz o proponía una tregua, Netanyahu escalaba la situación. Cuando llegó el primer llamado a la paz, bombardeó hospitales; tras la siguiente petición, apuntó a iglesias y escuelas; más tarde, atacó el Líbano y llevó a cabo sucesivos asesinatos contra los líderes de Hamás y Hezbolá.

Cuando la oposición global a Israel alcanzó su punto máximo, Netanyahu intentó desviar la atención atacando a Irán, un país a miles de kilómetros de distancia. En ese momento, nadie en el mundo podía predecir lo que Israel haría o no haría. Mientras tanto, Israel ignoró abiertamente a las principales potencias europeas –incluidos el Reino Unido, Alemania y Francia– y no mostró ningún respeto por su soberanía o influencia diplomática.

Sala vacía de la ONU

Cuando Netanyahu subió al podio de la ONU y contempló una sala casi vacía –un símbolo de un mundo que se había vuelto contra él– marcó, en efecto, el momento en que esta guerra se volvió insostenible, no sólo para Israel sino incluso para Estados Unidos.

En Estados Unidos, las voces se hacían más fuertes: “Nuestros impuestos financian bombas que matan a niños en Israel. Miles de millones de dólares fluyen hacia Tel Aviv. ¿Cómo es posible que una nación de 9 millones dicte la política de una nación de 350 millones?” Incluso la propia base del presidente estadounidense Donald Trump, el movimiento MAGA, comenzó a hacer preguntas difíciles. Los recursos destinados a “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande” se estaban utilizando, en cambio, para financiar un régimen genocida.

Para frenar a Netanyahu, Trump reunió a nueve naciones musulmanas – entre las que destaca el presidente Recep Tayyip Erdoğan – y se sentó con países árabes e islámicos para redactar un plan de paz.

La respuesta inteligente de Hamás

La respuesta de Hamás a la propuesta de alto el fuego marcó un punto de inflexión fundamental tanto para el campo de batalla como para la diplomacia regional. Si Hamás hubiera rechazado el plan, Israel le habría echado toda la culpa, fortaleciendo la narrativa de que “Hamás rechaza la paz” y ganando mayor legitimidad para continuar la guerra. Tal rechazo habría aliviado la presión interna sobre la coalición de Netanyahu y le habría otorgado mayor libertad para ampliar las operaciones militares. En resumen, un “no” de Hamás habría favorecido política y militarmente a Israel.

Pero Hamás superó estas expectativas con una hábil maniobra diplomática. Al aceptar el alto el fuego, no sólo alivió la presión humanitaria sobre Gaza sino que también reformó las percepciones internacionales, presentándose como un actor negociador en lugar de uno testarudo. A medida que la imagen de Israel se endurecía como el lado intransigente, el margen de maniobra política de Netanyahu se estrechaba. Así, el alto el fuego se convirtió en algo más que una pausa en los combates; se convirtió en una prueba de fuerza que redefinió la posición política y diplomática de ambos partidos.

Nadie sabe que sigue

Incluso cuando llegaron mensajes de felicitación de diplomáticos y estadistas de todo el mundo, existe un entendimiento compartido de que el Estado de Israel no reconoce límites ni leyes, que no respeta reglas de derechos humanos o de conducta internacional.

Desde América Latina hasta China, funcionarios, diplomáticos y académicos que condenan el genocidio ahora se hacen eco de la misma observación: “Hamas ha aceptado la primera etapa del acuerdo: la liberación de rehenes, la expansión de la ayuda humanitaria, la retirada de Israel de Gaza y la liberación de prisioneros palestinos”.

Pero nadie sabe qué sucederá después, y al parecer ni siquiera Trump realmente cree o confía ya en Israel.

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